TRABAJO INICIAL
Tema: Reflexiones acerca de la práctica docente
Objetivos:
-
Reflexionar
acerca de las expectativas, ansiedades y deseos ante la experiencia de
residencia.
-
Identificar
saberes necesarios que se posean o ignoren para llevar a cabo la experiencias.
Introducción:
En el libro del que se extrajo el
material que se adjunta el autor narra sus propias experiencias como alumno
“zoquete”, refiriéndose con ese término a aquellos niños, adolescentes o
jóvenes que concurren a la escuela sin poder comprender lo que en ella se
pretende enseñársele. Esta situación generalmente resulta angustiante y
dolorosa para el propio alumno y para el entorno familiar y es motivo de quejas
por parte de docentes desaprensivos y de preocupación por parte de los
comprometidos.
El
autor reflexiona, además, acerca de esas situaciones que denomina “mal de
escuela” desde su propio rol de profesor. En algunos de los textos
seleccionados menciona a los que recuerda como buenos profesores, tratando de
descifrar cómo desempeñaban su rol.
Actividades grupales:
-
Reunirse
en grupos de 3 a 5 integrantes.
-
Leer
el texto distribuido.
-
Tratar
de recordar y comentar situaciones personales en las que en la escuela
comprendieron y otras en las que se sintieron “zoquetes”.
-
En
función de las experiencias comentadas, de lo que se dice en el texto leído y
de los aportes recibidos durante la carrera comentar cuáles son para Uds. las condiciones para
llevar a cabo una buena práctica.
-
¿Consideran
que la carrera los ha formado para qué “ello”?
-
Comentar
en plenario
Material: Pennac,
D. (2008)- Mal de escuela- Ed.
Mondadori- Barcelona
Actividades individuales para responder por escrito para entregar el
próximo encuentro.
-
¿Qué
aportes espera del cursado y desarrollo de la experiencia de residencia?
-
¿Qué
temas, autores, actividades relacionadas con la educación no-formal ha abordado
durante la carrera?
-
¿Qué
temas, autores, actividades ha abordado relacionadas con los temas de la
planificación, de análisis institucional y de grupos, unidad didáctica, evaluación?
-
¿Qué
conocimientos indispensables considera debe tener un docente para llevar a cabo
su práctica?
-
Delimitar
dificultades y fortalezas que considera poseer para asumir la experiencia de
residencia.
2
Basta un profesor —¡uno solo!— para salvarnos de nosotros mismos y
hacernos olvidar a todos los demás.
Es, al menos, el recuerdo que conservo del señor Bal.
Era nuestro profesor de matemáticas en bachillerato. Desde el punto de vista
de la gestualidad, lo contrario de Keating; un profesor muy poco cinematográfico:
oval, diría yo, con una voz aguda y nada especial que atraiga la mirada. Nos esperaba
sentado a su mesa, nos saludaba amablemente y, desde sus primeras palabras, nos
adentrábamos en las matemáticas. ¿Con qué estaba hecha aquella hora que tanto nos
retenía? Esencialmente con la materia que el señor Bal enseñaba y que parecía
habitarle, lo que le convertía en un ser curiosamente vivo, tranquilo y bueno. Extraña
bondad, nacida del propio conocimiento, deseo natural de compartir con nosotros la
«materia» que arrobaba su espíritu y de la que no podía concebir que nos resultara
repulsiva, o sencillamente ajena. Bal estaba amasado con su materia y sus alumnos.
Tenía algo del ánimo cándido de las matemáticas, una pasmosa inocencia. La idea de
que pudieran montarle un buen follón jamás debió de ocurrírsele, y las ganas de
burlarnos de él nunca nos pasaron por la cabeza, tan convincente era su gozo al
enseñar.
Sin embargo, no éramos un público dócil. Ni demasiado cordiales, como si
todos hubiéramos salido del basurero de Djibuti. Recuerdo alguna pelea nocturna, en
la ciudad, y ajustes de cuentas internos todo menos tiernos. Pero, en cuanto
cruzábamos la puerta del señor Bal, parecíamos como santificados por nuestra
inmersión en las matemáticas y, pasada la hora, cada cual regresaba a la superficie
mathematikos.
El día de nuestro encuentro, cuando los peores de nosotros habían alardeado
de sus ceros, él había respondido sonriendo que no creía en los conjuntos vacíos. A
continuación, hizo unas cuantas preguntas muy sencillas y había considerado nuestras
respuestas elementales inestimables pepitas de oro, algo que nos había divertido
mucho. Luego escribió en la pizarra el número 12, preguntándonos qué estaba
escribiendo.
Los más despiertos habían buscado una salida.
—¡Los doce dedos de la mano!
—¡Los doce mandamientos!
Pero la inocencia, en su sonrisa, realmente desalentaba:
—Es la nota mínima que tendréis en el examen de bachillerato.
Añadió:
—Si dejáis de tener miedo.
Y más aún:
—Por lo demás, no lo repetiré. Aquí no vamos a ocuparnos del examen de
bachillerato, sino de las matemáticas.De hecho, no nos habló ni una sola vez del examen. Metro a metro, dedicó
aquel año a sacarnos del abismo de nuestra ignorancia, divirtiéndose en hacerlo pasar
por el pozo mismo de la ciencia; se maravillaba siempre de lo que sabíamos a pesar de
todo.
—Creéis que no sabéis nada, pero os equivocáis, os equivocáis, ¡sabéis
muchísimas cosas! Mira, Pennacchioni, ¿sabías que lo sabías?
Está claro que esta mayéutica no bastó para convertirnos en genios de las
matemáticas, pero por muy profundo que fuera nuestro pozo, el señor Bal nos llevó
hasta el nivel de la barandilla: la media en el examen de bachillerato.
Sin la menor alusión, nunca, al calamitoso porvenir que, según nos decían
tantos profesores desde hacía tanto tiempo, nos aguardaba.
3
¿Era él un gran matemático? Y el curso siguiente, ¿era la señorita Gi una
gigantesca historiadora? Y durante la repetición de mi último curso, ¿era el señor S. un
filósofo sin par? Lo supongo, pero a decir verdad lo ignoro; solo sé que los tres
estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia. Armados con esa pasión,
vinieron a buscarme al fondo de mi desaliento y solo me soltaron una vez que tuve
ambos pies sólidamente puestos en sus clases, que resultaron ser la antecámara de mi
vida. No es que se interesaran por mí más que por los otros, no, tomaban en
consideración tanto a sus buenos como a sus malos alumnos, y sabían reanimar en los
segundos el deseo de comprender. Acompañaban paso a paso nuestros esfuerzos, se
alegraban de nuestros progresos, no se impacientaban por nuestras lentitudes, nunca
consideraban nuestros fracasos como una injuria personal y se mostraban con
nosotros de una exigencia tanto más rigurosa cuanto estaba basada en la calidad, la
constancia y la generosidad de su propio trabajo. Por lo demás, no es posible imaginar
profesores más distintos: el señor Bal, tan tranquilo y sonriente, un buda matemático;
la señorita Gi, por el contrario, un verdadero torbellino, un tornado que nos arrancaba
de nuestra ganga de pereza para arrastrarnos con ella por los tumultuosos cursos de la
Historia; por lo que se refiere al señor S., filósofo escéptico y puntiagudo (nariz
puntiaguda, sombrero puntiagudo, panza puntiaguda), inmóvil y perspicaz, me dejaba,
al final del día, zumbando de preguntas a las que ardía en deseos de responder. Le
entregué disertaciones pletóricas, que él calificaba de exhaustivas, sugiriendo con ello
que su comodidad de corrector hubiera preferido deberes más concisos.
Pensándolo bien, aquellos tres profesores solo tenían un punto en común:
jamás soltaban la presa. No les tomábamos el pelo con el reconocimiento de nuestra
ignorancia. (¿Cuántas redacciones me hizo repetir la señorita Gi a causa de la mala
ortografía? ¿Cuántas clases de más me dio el señor Bal porque me encontraba con
aspecto distraído en un pasillo o soñando en un aula de estudio? «¿Y si dedicáramos
un cuartito de hora a las matemáticas, Pennacchioni, ya puestos a ello? Vamos, solo un
cuarto de hora...») La imagen del gesto que salva al ahogado, el puño que tira de ti
hacia arriba a pesar de tu gesticulación suicida, esa ruda imagen de vida de una mano
agarrando firmemente el cuello de una chaqueta es la primera que me viene a la cabeza
cuando pienso en ello. En su presencia –en su materia– nacía yo para mí mismo: pero
un yo matemático, si puedo decirlo así, un yo historiador, un yo filósofo, un yo que,
durante una hora, me olvidaba un poco, me ponía entre paréntesis, me libraba del yo
que, hasta el encuentro con aquellos maestros, me había impedido sentirme realmente
allí.
Y otra cosa, me parece que tenían cierto estilo. Eran artistas en la transmisión
de su materia. Sus clases eran actos de comunicación, claro está, pero de un saber
dominado hasta el punto de pasar casi por creación espontánea. Su facilidad convertía
cada hora en un acontecimiento que podíamos recordar como tal. Podía pensarse que la señorita Gi resucitaba la historia, que el señor Bal redescubría las matemáticas, que
Sócrates hablaba por boca del señor S. Nos daban clases tan memorables como el
teorema, el tratado de paz o la idea fundamental, que aquel día eran el tema.
Enseñándolo, creaban el acontecimiento.
Su influencia sobre nosotros se detenía ahí. Al menos su influencia aparente. Al
margen de la materia que encarnaban, no intentaban impresionarnos. No eran de esos
profesores que se vanaglorian de su ascendiente sobre una tropa de adolescentes faltos
de imagen paterna. ¿Tenían, al menos, conciencia de ser maestros libertadores? Por lo
que a nosotros se refiere, éramos sus alumnos de matemáticas, de historia o de
filosofía, y nada más. Es cierto que nos producía un orgullo algo esnob, como si
fuéramos miembros de un club muy selecto, pero habrían sido los primeros
sorprendidos al saber que, cuarenta y cinco años más tarde, uno de sus alumnos,
convertido en profesor gracias a ellos, les habría levantado una estatua solo por haber
sido su discípulo. Tanto más cuanto, como mi violoncelista del Blanc-Mesnil, una vez
en casa ya, al margen de la corrección de nuestros exámenes o la preparación de sus
clases, no debían de pensar mucho en nosotros. Sin duda tenían otros intereses, una
gran curiosidad, que debían de alimentar su fuerza, lo que explicaba entre otras cosas
la densidad de su presencia en clase. (La señorita Gi, sobre todo, me parecía con
apetito bastante para devorar el mundo y sus bibliotecas.) Esos profesores no
compartían con nosotros solo su saber, sino el propio deseo de saber. Y me
comunicaron el gusto por su transmisión. Así pues, acudíamos a sus clases con el
hambre en las tripas. No diré que nos sentíamos amados por ellos, pero sí
considerados, sin duda (respetados, diría la juventud de hoy), consideración que se
manifestaba hasta en la corrección de nuestros exámenes, donde sus anotaciones solo
se dirigían a cada uno de nosotros en particular. El modelo del género eran las
correcciones del señor Beaum, nuestro profesor de historia en el curso preparatorio
para entrar en la Escuela Normal. Exigía que dejáramos virgen la última parte de
nuestros deberes para que pudiera escribir a máquina –en rojo y a un solo espacio– la
detallada corrección de cada trabajo.
Esos profesores que conocí en los últimos años de mi escolaridad me resultaron
muy distintos de todos aquellos que reducían sus alumnos a una masa común y sin
consistencia, «esta clase», de la que solo hablaban en el superlativo de inferioridad.
Para estos, éramos siempre la peor clase, de cualquier curso, de toda su carrera, nunca
habían tenido una clase menos... tan...
Parecía como si, año tras año, se dirigieran a un público cada vez menos digno
de sus enseñanzas. Se quejaban de ello a la dirección, en los claustros, en las reuniones
de padres. Sus jeremiadas despertaban en nosotros una especial ferocidad, algo
parecido a la rabia que el náufrago pondría en arrastrar consigo, ahogándose, al
cobarde capitán que ha permitido que el barco encallara en el arrecife. (Sí, bueno, es
una imagen... Digamos que eran sobre todo nuestros culpables ideales, como nosotros
éramos los suyos; su rutinaria depresión alimentaba en nosotros una cómoda maldad.)
El más temible de todos ellos fue el señor Broncas (Broncas es un seudónimo),
triste verdugo de mis nueve años, que hizo caer sobre mi cabeza tantos puntos malos que todavía hoy, atrapado en la cola de una administración, contemplo a veces el
número de mi turno como un veredicto de Broncas: «N.° 175, ¡Pennacchioni, siempre
tan lejos del excelente!».
O aquel profesor de ciencias naturales de último curso a quien debo mi
expulsión del instituto. Quejándose de que la media general de «esta clase» no
superaba los 3,5/20, cometió la imprudencia de preguntarnos la razón. Alta la frente,
adelantado el mentón, caídas las comisuras:
—Bueno, ¿alguien puede explicarme esa... proeza?
Yo había levantado un cortés dedo y sugerido dos explicaciones posibles: o
nuestra clase constituía una monstruosidad estadística (32 alumnos que no podían
superar una media de 3,5 en ciencias naturales), o aquel famélico resultado sancionaba
la calidad de la enseñanza impartida.
Satisfecho de mí mismo, supongo.
Y de patitas en la calle.
—Heroico pero inútil —me hizo observar un compañero—: ¿sabes la
diferencia entre un profesor y una herramienta? ¿No? Pues que al mal profe no lo
puedes reparar.
A la calle, pues.
Furor de mi padre, claro está.
¡Qué tristes recuerdos aquellos años de rencor ordinario!
4
En vez de recoger y publicar las perlas de los zoquetes, que alegran tantas salas
de profesores, debería escribirse una antología de los buenos maestros. La literatura
no carece de tales testimonios: Voltaire rindiendo homenaje a los jesuitas Tournemine
y Porée; Rimbaud mostrando sus poemas al profesor Izambard; Camus escribiendo
cartas filiales al señor Germain, su amado maestro; Julien Green haciendo brotar en su
afectuosa memoria la imagen llena de colorido del señor Lesellier, su profesor de
historia; Simone Weil cantando las alabanzas de su maestro Alain, que nunca olvidará
a Jules Lagneau, que le inició en la filosofía; J.-B. Pontalis celebrando a Sartre, que
«destacaba» tanto entre todos los demás profesores...
Si, además del de los maestros célebres, esa antología ofreciera el retrato del
profesor inolvidable que casi todos nosotros hemos conocido una vez al menos en
nuestra escolaridad, tal vez obtuviéramos ciertas luces sobre las cualidades necesarias
para la práctica de ese extraño oficio.
5
Hasta donde puedo recordar, cuando los profesores jóvenes se sienten
desalentados por una clase, se quejan de no haber sido formados para ello. El «ello» de
hoy, perfectamente real, abarca campos tan variados como la mala educación de los
niños por la agonizante familia, los daños culturales vinculados al paro y a la exclusión,
la subsiguiente pérdida de los valores cívicos, la violencia en algunos centros, las
disparidades lingüísticas, el regreso de lo religioso, y también la televisión, los juegos
electrónicos, en resumen, todo lo que alimenta, más o menos, el diagnóstico social que
nos sirven cada mañana los primeros boletines informativos.
Del «No nos han formado para ello» al «No estamos aquí para eso», hay un solo
paso que puede expresarse así: «Nosotros, los profesores, no estamos aquí para
resolver dentro de la escuela los problemas sociales que impiden la transmisión del
saber; no es nuestro oficio. Que nos adjudiquen un número suficiente de vigilantes, de
educadores, de asistentes sociales, de psicólogos, en resumen, de especialistas de todo
género y podremos enseñar seriamente las materias que tantos años hemos pasado
estudiando». Reivindicaciones por completo justificadas, a las que los sucesivos
ministerios oponen las limitaciones del presupuesto.
Henos aquí pues llegados a una nueva fase de la formación de enseñantes, que
se centrará cada vez más en el dominio de la comunicación con los alumnos. Esta
ayuda es indispensable, pero si los jóvenes profesores esperan de ella un discurso
normativo que les permita resolver todos los problemas que se plantean en una clase,
estarán corriendo hacia nuevas desilusiones; el «ello» para el que no han sido formados
resistirá. Por decirlo todo, terno que «ello» no se deje definir nunca por completo, que
«ello» sea de naturaleza distinta a la suma de los elementos que lo constituyen
objetivamente.
http://www.aulalibre.es/IMG/pdf_Libro.Mal_de_escuela.Daniel_Pennac.pdf